Martes 20 de Mayo de 2025

13.9°

EL TIEMPO EN PARANA

6 de noviembre de 2024

Un disparo la dejó en silla de ruedas a los 9 años, le dijeron que jamás sería mamá y la vida le dio una hermosa revancha

Micaela Villarreal tiene hoy 26 años. El 30 de enero de 2008, una pelea en su barrio, ajena a su familia, terminó con un balazo incrustado en su espalda. Quedó con paraplejia medular. Resiliente, a lo largo de su rehabilitación padeció mucha discriminación, pero también recibió solidaridad. Sin bajar los brazos, hoy disfruta de estar en pareja y ser madre de un niño de dos años

>“Si escuchás tiros, tirate al piso”, le dijo su madre. Recibió el consejo apenas tuvo edad para comprender que esa frase encerraba la diferencia entre la vida y la muerte. En la noche del 30 de enero de 2008, Micaela Villarreal tenía 9 años y supo que hablaba en serio.

La noche que su vida cambió estaba en su casa. Afuera se escucharon gritos. Después, amenazas. Y por último, disparos. Micaela se arrojó al suelo. Era lo que le había dicho su mamá. Pero justo en ese momento ingresó corriendo su primo, que tenía 5 años y huía del caos de la calle. “Le grité que se tire al piso. Y no me escuchó. Él estaba preocupado por su papá y sus hermanos. Entonces me levanté para tirarlo yo…”. Justo en ese instante, una bala atravesó la ventana. En su trayecto se encontró con Micaela. Le perforó la espalda. Le destrozó la columna vertebral y la médula. La niña quedó inmóvil, en el piso. Afuera, la inconcebible batalla seguía. Luego lo supo: dos jóvenes se peleaban por una reproductora de DVD. La policía los detuvo. Eran menores. En horas, estuvieron en la calle. Mientras ellos quedaban libres, Micaela peleaba por su vida.

La bala todavía está dentro suyo. “La tengo alojada cerca de las costillas. No me produce ninguna sensación. Es un accesorio de mi cuerpo”, explica con simpleza.

“No sentí nada al principio”, recuerda. “Vino mi mamá y me quiso levantar, pero no podía. Yo apenas la escuchaba”. Su tío Junior la alzó en brazos y salió corriendo con ella. Afuera seguían los balazos, él les gritó que terminaran. Justo apareció un vecino que volvía de la iglesia con su auto y los llevó hasta la salita de primeros auxilios de Caraza. El destino parecía alineado. “Tuve la suerte que la ambulancia estaba justo ahí para llevarme al hospital. Era muy raro que estuviera…”, recuerda.

A partir de ese momento, la joven no recuerda nada más del día en que fue baleada. Pero el milagro llegó.

Micaela concurría al merendero de Juan Grabois y su esposa, Morena, en Villa Caraza. “Lo conocíamos, y mi mamá se contactó con él”. Grabois, dice, consiguió que la enviaran al hospital Posadas, donde comenzó su lucha para adaptarse al futuro que le esperaba. “Y desde ahí, él y su esposa empezaron a ayudarme en un montón de cosas de la rehabilitación. Nunca me dejaron sola”, subraya.

En el Posadas, los médicos fueron brutalmente sinceros con la gravedad de la lesión: la médula estaba rota, lo que significaba que no volvería a caminar. “Me dijeron que tendría que aprender a vivir en silla de ruedas y que eso sería permanente”, recuerda.

Y aunque muchos en el hospital la recibieron bien, allí sufrió el primer acto de discriminación que recuerda. “Cuando me pasaron a una sala, me da un poco de pudor contar esto, me hacían enemas porque con tanto medicamento y anestesia, no podía ir al baño sola. Y la enfermera quería que me las hiciera yo. Y no podía. porque no sabía cómo se hacían. Había otros pacientes que me decían ‘eso es trabajo de la enfermera’. Yo tenía nueve años. Mi mamá se enojó mucho y discutió hasta que a la enfermera la suspendieron”, afirma.

La vida en casa también cambió. A los pocos meses del accidente, la familia se mudó a la casa de su abuela, a pocas cuadras de donde vivían, buscando seguridad. Porque no todo era paz. Ellos conocían a los agresores y a sus familias, eran vecinos del barrio. Habían hecho la denuncia, pero no prosperó. “Empezaron a amenazarnos y la tuvimos que retirar”, admite Micaela.

Cuando finalmente regresó a la escuela 79, con la ayuda de su maestra Cecilia, quien consiguió una silla de ruedas para ella, el recibimiento de sus compañeros y sus familiares fue cálido. “Me acuerdo que un papá me hizo una rampa para que pueda entrar a la escuela y los chicos me ayudaban siempre. Fue difícil, pero me hacían sentir parte”, cuenta. Terminó el primario en el hospital de niños Gutiérrez, donde debió internarse porque, explica, “después de estar mucho tiempo en la silla, sin movimiento, no tenía circulación en la sangre y me aparecieron úlceras”.

La indignación de su madre fue imparable. “¿Qué diferencia hay? ¡Son las mismas instalaciones, los mismos baños, las mismas aulas!”, les reprochó. Al final, gracias a la presión, Micaela fue aceptada de nuevo en su escuela. “Después de eso la directora renunció, pero yo me quedé mal”, dice Micaela, quien en su adolescencia debió luchar para adaptarse a un mundo que parecía querer dejarla de lado.

A medida que avanzaba en su tratamiento y convivía con su nueva realidad, Micaela experimentó episodios de ansiedad y ataques de pánico. “La gente te observa, y sentís que no sos parte de nada”, explica. A su corta edad, comenzó a asistir a terapia para aprender a sobrellevar el peso de su situación, que se multiplicaba con cada mirada extraña, con cada palabra mal intencionada.

Para peor, para esa época fue la última vez que supo algo de su padre biológico. “Hoy, él no cuenta”, remata. “Lo vi por última vez cuando tenía tres años, y después sólo supe de él porque mi mamá me señalaba en la calle: ‘Él es tu papá de verdad’.” Cuando a los 13 años a Micaela le surgió una oportunidad de tratamiento en Cuba, necesitaron la firma de su padre para poder salir del país. “Mi mamá lo contactó, le explicó que yo necesitaba la firma para poder irme, pero él se negó. Dijo que no le importaba lo que me pasara. Dijo que prefería que me muriera”. El viaje no se hizo. Por eso, cada vez que puede, reivindica a José Alberto como su verdadero padre.

Pero como algunos la dejaron de lado, recibió el apoyo de muchos otros. Por ejemplo, Micaela nunca dejará de agradecera Sergio Sánchez, un hombre del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), una organización que ayuda a recolectores urbanos como eran sus padres. Él se ocupó, por ejemplo, que tuviera un medio de transporte para asistir a su rehabilitación en el centro IREF de Núñez: la llevaban desde el Camino Negro por toda la General Paz en los mismos camiones que llevaban los cartones. En rehabilitación, pasaba horas trabajando con fisioterapeutas y kinesiólogos. Este esfuerzo no solo requería su fortaleza física, sino también su voluntad para aceptar que su vida, desde entonces, dependería de su capacidad de resiliencia.

A los dieciséis, José le propuso que fueran novios. Micaela se negó, aunque no por falta de sentimientos, sino por temor. “Él no sabía todo sobre mí, ni de mis miedos, ni de mis problemas”, admite. José no conocía los detalles de su discapacidad, ni sus limitaciones para ciertas cosas cotidianas, como ir al baño. “No sabía cómo iba a tomarlo”, confiesa. “No quería someterlo a eso siendo joven. No quería que él se limitara. Me sentía mal”.

Aunque la relación con José era sólida, Micaela no planeaba formar una familia. Los médicos le habían dicho que, debido a las radiografías y tratamientos intensivos que había recibido tras el accidente, probablemente nunca podría tener hijos. “Cuando me estaban por operar de la columna me dijeron que me habían hecho muchas radiografías y eso me había dañado la matriz, que las pastillas me habían debilitado, y otras cosas más… en fin, que no iba a poder”, relata.

Sin embargo, la vida la sorprendió una vez más. En 2021, cuando comenzó a sospechar que algo diferente sucedía en su cuerpo, decidió hacerse un test de embarazo junto a José, sin decirle nada a su madre. “No sabía cómo contárselo, porque pensaba que ella se iba a asustar”, recuerda. Cuando el test dio positivo, no tuvo más remedio que decírselo. Su madre se emocionó y la llevó de inmediato a realizarse una ecografía: Micaela estaba embarazada de siete semanas.

No obstante, otros médicos habían pronosticado que el embarazo sería un riesgo para Micaela debido a la lesión en su columna. El parto, advirtieron, podría costarle la vida a ella, al bebé, o a ambos. “Fue muy riesgoso”, admite. Pero el 31 de marzo de 2022 a las 9:00 nació Agustín, su hijo, a través de una cesárea programada en el Hospital de Clínicas. Habían preparado todo, incluso con especialistas de neonatología listos para intervenir, pero a pesar que no completó los nueve meses de gestación, Agustín nació fuerte y sano: pesó 2.6 kilos. Con la maternidad, Micaela superó otro desafío más.

“La resiliencia se convierte en una herramienta fundamental para enfrentar las adversidades que pueden surgir en la vida, especialmente después de experiencias traumáticas. En momentos de crisis, como el hecho delictivo que dejó a una niña inocente sin la capacidad de caminar y al borde de la muerte, la vida puede cambiar de manera abrupta. En un instante, se enfrentó a un nuevo escenario en el que la lucha por la supervivencia se volvió prioritaria.

A pesar de las barreras y el dolor emocional, la resiliencia y el amor pueden ser fuerzas transformadoras que permiten sanar. El amor que la rodeó siempre actuó como sostén en medio de su nuevo desafío. La tarea de adaptarse a una vida con movilidad reducida no es sencilla en una sociedad que aún enfrenta prejuicios y limitaciones. Sin embargo, su determinación la impulsó a avanzar, eligiendo cada día seguir adelante en vez de resignarse al sufrimiento.

El deseo de vivir plenamente, sumado a la fortaleza que ha cultivado, la llevó a alcanzar lo que parecía inalcanzable: la maternidad. A pesar de las advertencias médicas sobre las dificultades que enfrentaría, logró ser madre y, en este nuevo rol, encontró un propósito renovado. La llegada de su hijo se convirtió en un faro de luz, un motivo más para seguir luchando. La vida la sorprendió nuevamente, esta vez con un nuevo milagro, su hijo.

El proceso de resiliencia implica no solo adaptarse a la nueva realidad, sino también reconfigurar la identidad propia en un contexto de cambio. La fuerza que esta mujer ha demostrado ante la adversidad nos recuerda que el sufrimiento puede dar lugar a un crecimiento significativo. Al dar sentido a su experiencia a través del amor y el apoyo emocional, ella no solo logró afrontar su nuevo camino, sino que también se convirtió en un ejemplo de que la perseverancia y la esperanza son esenciales en el proceso de sanación. Esta transformación es una invitación a reconocer que, aunque la vida puede presentarnos desafíos impensables, siempre es posible encontrar un camino hacia adelante, guiados por la resiliencia y el amor.

COMPARTIR:

Comentarios

Escribir un comentario »

Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!

  • Desarrollado por
  • RadiosNet