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15 de septiembre de 2025

El día que Don Fulgencio y Avivato quedaron huérfanos: el brutal crimen de Lino Palacio, maestro del humor gráfico argentino

El genial historietista e ilustrador nacido en San Telmo, con su trazo, ingenio y una galería de personajes inolvidables, despertaba risas y ternura. Walt Disney lo consideró como “uno de los mejores dibujantes del mundo”. Los años en que fue censurado por la Dictadura y el trágico asesinato suyo y de su esposa, cometido por una ex novia de su sobrino nieto, marcaron un destino tan doloroso como injusto

>El 14 de septiembre de 1984, Buenos Aires se estremecía con una noticia incomprensible. En su departamento de Barrio Norte, el genial Lino Palacio y su esposa eran asesinados por una mujer joven y dos cómplices. El creador del inolvidable Don Fulgencio, el que enseñó a reír de lo cotidiano y mirar con ironía el poder, moría a manos de la violencia más absurda: la de alguien que, además, tenía un vínculo con su propia familia. El crimen sacudió los cimientos culturales y dejó al país sin uno de sus más entrañables creadores.

Su vida, sin embargo, no fue solo dibujo y color: durante la dictadura, el gobierno militar le prohibió publicar sus creaciones más populares. Esa censura lo empujó a un silencio forzoso que le dolió más que el olvido. Pero ni la mordaza ni la muerte lograron borrar lo que dejó.

Lino Palacio nació el 5 de noviembre de 1903 en San Telmo. Hijo de Ada Calandrelli y de Alberto Carlos Palacio, y hermano del escritor e intelectual Ernesto Palacio, creció en una casa colonial donde, desde muy pequeño, se familiarizó con la carbonilla, un lápiz de carbón. No tardó en sacarle provecho: con apenas 8 años, garabateaba figuras y a los 9, una de sus caricaturas fue publicada por la mítica revista Caras y Caretas, marcando así su debut en el mundo editorial.

Aunque en la adolescencia, su vocación artística se impuso, cumplió el deseo de su padre e ingresó a la Facultad de Arquitectura. Pero su pasión estaba en el trazo, no en los planos. Fue justamente gracias a un contacto de su padre que en 1920, a los 17 años, publicó su primera dibujo en el diario La Razón. Era la caricatura de un atleta, el primer trabajo artístico por el que cobró. Ese momento marcó el inicio formal de su carrera profesional.

En los años siguientes, colaboró con revistas como Don Goyo, Caras y Caretas y comenzó a trabajar en publicidad para la agencia Walter Thompson, donde su talento visual lo consagró como uno de los ilustradores más buscados del país. Su versatilidad lo llevó a brillar en el ámbito editorial, comercial y político.

Durante las décadas de 1930 y 1940, Palacio vivió su etapa de mayor expansión profesional y fue convocado por los principales medios gráficos del país para ponerle humor a las noticias cotidianas. Su firma empezó a aparecer en diarios como La Opinión, La Prensa y El Diario, y en revistas como El Hogar, Mundo Argentino y la infantil Billiken, donde su trazo se volvió habitual para lectores de todas las edades. Su habilidad para el humor gráfico lo convertía en un cronista visual del país que sabía hacer reír, pero también pensar.

En paralelo, Lino continuó su formación académica. Decidió formalizar su experiencia y cursó en la Academia Nacional de Bellas Artes, donde obtuvo el título de profesor de dibujo en apenas una semana. Poco después, comenzó a enseñar en el turno de la noche de un colegio del barrio porteño de Belgrano, mientras seguía produciendo campañas gráficas desde la agencia Aymará, en la que ganó 25 concursos de afiches publicitarios, otro hito en su vasta carrera.

En 1931, fue convocado por el diario La Prensa para dirigir el suplemento infantil. Allí nacieron historietas como Ocurrencias de Pimpollo y La barra de Bolita, esta última tan popular que mereció su propia revista, con tapas ilustradas por Palacio. El reconocimiento internacional llegó en 1938, cuando fue invitado a realizar un mural en el hall central de la Exposición Mundial de Nueva York. Años más tarde, su hijo Faruk —también humorista gráfico— recordaría una anécdota imborrable: en una visita a Estados Unidos, el mismísimo Walt Disney le dijo con admiración: “Tu padre es uno de los mejores dibujantes del mundo”.

Si la historia argentina pudiera contarse en tinta y viñetas, Lino Palacio sería uno de sus narradores más lúcidos. No solo retrató los rostros de líderes políticos —como Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón— y los sobresaltos de la guerra sino que también capturó, con maestría y compasión, a esos personajes cotidianos que poblaban las calles, las oficinas y las veredas argentinas. De ese universo urbano y humano surgieron dos de sus creaciones más icónicas: Don Fulgencio (1938) y Avivato (1944), verdaderas obras de arte y de la cultura porteña.

El personaje que andaba en patines, jugaba a la rayuela y usaba lenguaje aniñado fue tan popular que apareció en más de 50 publicaciones internacionales, incluyendo un diario japonés y fue llevado al cine en 1950 por Enrique Cahen Salaberry. Incluso tuvo merchandising, algo inusual para la época. El impacto fue tal que, por un tiempo, el verbo “fulgenciar” entró en el habla popular, usado para referirse a las personas que tenían comportamientos infantiles.

Otro de los favoritos y recordado personaje fue Avivato, complemente opuesto al anterior. Nació el 23 de septiembre de 1946 en las páginas del diario La Razón. Avivato era el otro argentino: el vivo, el chanta, el que se las sabe todas. Un estafador de barrio que vende buzones, alquila lotes en medio del río o inventa estrategias para no pagar la cuenta del café. Lejos de la simpatía de Isidoro Cañones o del ingenio inocente de otros pícaros de historieta, Avivato era un vividor sin escrúpulos, diseñado para incomodar más que para caer bien.

Entre Fulgencio y Avivato, Lino Palacio delineó dos polos del alma argentina: la ternura del que aún quiere jugar y la astucia del que quiere ganar a toda costa. Entre ellos se tejió una visión crítica, sensible y profundamente humana del país que lo rodeaba. Y mientras uno hacía reír por su inocencia, el otro enfrentaba al lector a sus propias contradicciones.

A fines de la década de 1970, el humor de Lino Palacio dejó de aparecer en las páginas de los diarios. Y no fue por su decisión. El lápiz del genial historietista, que durante medio siglo había retratado las contradicciones del ser argentino con inteligencia y ternura, fue censurado por la dictadura de un régimen obsesionado con el control absoluto del pensamiento que no podía tolerar que alguien, desde la risa, pusiera en evidencia las miserias del poder.

En 1978, mientras Argentina se preparaba para recibir a la prensa y los turistas del Mundial de Fútbol, funcionarios del régimen le “sugirieron” al diario La Razón que dejara de publicar la tira Avivato. La excusa: el personaje, con su viveza criolla, podía “perjudicar la imagen del país ante el mundo”. En la lógica perversa de la dictadura, era preferible ocultar al pícaro de ficción antes que enfrentar la realidad y los reclamos que se sucedían.

Lino Palacio no volvió a ocupar su lugar en los diarios ni revistas. En ese retiro forzado, se inscribe una forma más de violencia. Durante los años más oscuros del país, se apagó también esa risa lúcida, incómoda y popular que fue una herramienta de memoria y de denuncia. Hacer reír era subversivo.

Aunque desde la censura que padeció en 1978, Palacio dejó de publicar sus principales historietas, no se retiró por completo de la actividad artística. Trabajó en otros proyectos personales. En 1984 preparaba una exposición titulada “La Historia del Pañuelo”, cuyo eje eran dibujos con el pañuelo como motivo central. Esta muestra nunca llegó a inaugurarse...

Casi cuatro décadas después, en septiembre de 2023, Tras el doble crimen, Sobrero fue condenada a reclusión perpetua con prisión por tiempo indeterminado, una figura poco común en el sistema penal argentino. Pero en 2006, tras 21 años de encierro y buena conducta, recuperó la libertad.

Porque ni el silencio, ni la censura, ni la muerte pudieron borrar su trazo. Lino Palacio nos sigue haciendo pensar y reír.

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