10 de noviembre de 2024
Cafetines de Buenos Aires: una historia de amor y una mesa siempre vacía en el Bar Británico de Parque Lezama

Desde 1928 la esquina de Brasil y Defensa fue lugar de paso de celebridades y locación de varios filmes. Hace una década comenzó su última renovación que implicó, entre otras cosas, cambiar el mobiliario
¿Desde cuándo existe el bar? El Británico abrió sus puertas en 1928. Ocupa la planta baja de un edificio de cinco pisos firmado por sus ingenieros proyectistas. ¿Siempre se llamó igual? No. Primero fue: La Cosechera. Misma denominación comercial de otros tantos locales en la ciudad. Se le decía “Británico” por la numerosa clientela de ciudadanos anglosajones, empleados en el Ferrocarril del Sud, que vivían en el edificio de rentas ubicado en la avenida Caseros, conocido como Edificio de los Ingleses.
El mencionado trío gallego estuvo al frente del bar hasta 2007 cuando, ya muy mayores, eligieron el camino del retiro. Toda la comunidad cafetera porteña vio tambalear un puntal identitario. Fue entonces que la barriada se movilizó para convencer a José, Pepe y Manolo de la inmortalidad. Pero la naturaleza es implacable.
Don Pedro —su nombre real era Pilar por haber nacido en el mismo día de la Virgen, pero vamos, no le resultó fácil hacerse un lugar entre cuchillos de cocina con esa denominación y decidió llamarse Pedro— comenzó como bachero y fue ganando posiciones hasta manejar sus propios negocios. Siempre por la zona del microcentro porteño. Llegó a tener dos locales llamados El Roncal , nombre que recordaba a su región de origen. Uno estaba en Carlos Pellegrini 163 y otro en 25 de Mayo 692. El de la 9 de Julio sobrevivió unos pocos años al cierre del Mercado del Plata. “Cuando cerró la Muni, bajamos la persiana”, me dijo Gonzalo, el menor de los tres hijos de Pedro Pilar .
Gonzalo Aznárez es quien porta la corona del IV Imperio Británico. Tiene 35 años y hace una década tomó las riendas del bar. Pero había comenzado a trabajar con su padre cuando apenas tenía 10 años. Hoy acumula un cuarto de siglo de experiencia. “Todo lo que nos enseñó papá es a laburar”, sentencia durante mi visita al bar. El Bar Británico abre todos los días de la semana a las 5 y cierra a las 3 del día siguiente. Casi como antes. Apenas descansan para barrer y baldear.Los Aznárez renovaron baños, cableado eléctrico y construyeron en el sótano —replica a la planta baja en metros cuadrados— un área de producción. Por lo demás el bar mantiene su revestimiento de roble original que llega hasta los taparrollos de las cortinas y gran parte de la parafernalia acumulada en años. El inmejorable aporte de los tres hermanos al local es una vieja foto apaisada —de los años sesenta— de la calle Defensa donde se alcanza a ver parte del bar. La encontraron en el cambalache vecino. El local de antigüedades que aún atiende Teresita, a los 85 años. Sin embargo, la foto no estaba a la venta. Pertenecía a Doña Pancha, viuda del fotógrafo. Tanto insistieron los Aznárez que, al final, la compraron.
La actualización alcanzó al antiguo mobiliario. No pude negar mi preocupación y se lo hice saber a Gonzalo. El menor de los Aznárez me contó que al tomar posesión del bar, las mesas y sillas originales estaban en muy mal estado y con nulo margen de ser reparadas. Pero que, aún así, conocedores del valor inmaterial que representa el moblaje para un bar tan antiguo, lo dejaron todo resguardado en un depósito en Parque Patricios. ¿A qué se debía mi interés por las mesas y sillas originales? A una vieja historia ocurrida dentro del Británico, que tuve la suerte de conocer y confirmar. La cuento.Con Alberto fuimos compañeros de trabajo en una empresa exportadora allá por la década de 1990. Los dos teníamos una posición similar, pero en distintas áreas. En mi caso, en exportación, en tanto él era Jefe de Auditoría Interna. Alberto, además, fuera del trabajo corporativo, llevaba la contabilidad de varios bares barriales. Esta última actividad le permitió conocer muchas historias mínimas. Y, siempre generoso y predispuesto, me enseñó esa Buenos Aires anónima. “Observaste que en el Británico siempre hay una mesa vacía con una sola silla”, me interpeló una mañana mientras revisaba mis papeles con motivo de una auditoría de rutina. Así. Sin más, entre expedientes, contrataciones y gastos. Ese era el momento en el que Alberto tiraba data. Yo amaba ser auditado.El catalán Braun encontró en este boliche un lugar seguro por fuera de la pieza que alquilaba y el trabajo en el Archivo. La dolorosa partida de España lo había atemorizado. Se volvió una persona cauta. De pocas palabras. Con casi nulo contacto con extraños. Sin embargo, entre ingleses se sentía a resguardo. Dios salve a la Reina, decían entonces. Para sostener su anonimato, el catalán, aprovechó la característica de su empleo, la historia de la barriada, su casual homonimia y, gracias a una fonética favorable, se apodó: el Almirante Braun. Nadie le pediría el documento para ver cómo se escribía su apellido. El Almirante Brown, digo ahora, el auténtico, Guillermo Brown, fue un marino irlandés que luchó defendiendo nuestra costa de bloqueos e intentos de agresión naval por parte de potencias extranjeras. Y hoy, además de héroe nacional, es motivo de orgullo y pertenencia en La Boca y Barracas.
Esta es la anécdota que el trío gallego al frente del II Imperio recibió al hacerse cargo del bar en la década de 1960. Por entonces, el Almirante Braun hacía largo rato que no frecuentaba la esquina de Brasil y Defensa. Con seguridad, habría fallecido. Sin embargo, José, Pepe y Manolo se ocuparon de sostener la costumbre de dejar una mesa con una silla vacía. También desestimaron la factibilidad de la reunión amorosa tanto en el bar como en cualquier otro lado. “En la España franquista”, me dijeron a coro cuando fui a chequear el dato, “ser judío y homosexual significaba la condena de muerte”.
Puede que esta leyenda, como sostenía Borges, sea otro “embeleco fraguado” en los misteriosos barrios del sur. A mí me la contó alguien confiable. Y me la confirmaron los tres reyes gallegos del II Imperio. Por las dudas, le pregunté a Gonzalo la dirección del depósito donde descansan la mesa y la silla y el próximo 14 de febrero, Día de los Enamorados, me daré una vuelta por Parque Patricios, para llevar una flor.COMPARTIR:
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