19 de diciembre de 2024
Una bomba vietnamita y 23 muertos: la masacre en el comedor de la Policía, el atentado más sangriento de Montoneros

El viernes 2 de julio de 1976, sin haberse cumplido tres meses del golpe de Estado, el grupo guerrillero provocó la voladura de la Superintendencia de Seguridad Federal, ubicada sobre la calle Moreno al 1400 en la Ciudad de Buenos Aires. El ataque diseñado por el periodista y escritor Rodolfo Walsh que dejó, además, 110 personas heridas y fue el más brutal de la historia argentina hasta la explosión de la AMIA
También el agente Julio César Yusso terminó tirado en la calle, junto a Biazzo y Palacios; Yusso viajó en la bola de fuego desde una mesa ubicada en la tercera fila del sector derecho del comedor; a la una y veinte en punto de la tarde del viernes 2 de julio de 1976, en plena dictadura, Yusso terminaba el postre —un Vigilante: dulce de membrillo y queso Mar del Plata— cuando fue levantado de la silla por la rotunda explosión que cambiaría la vida de todos ellos y de sus familiares, amigos y colegas.
De la bola de fuego solo se salvó la imagen de la Virgen de Luján, patrona de la Policía Federal, entronizada muy cerca del techo, a unos tres metros del portón de ingreso. La Virgen de cerámica no se cayó, ni siquiera se movió; atravesó indemne aquel infierno.El sargento Domínguez y los agentes Flores, Biazzo, Palacios y Yusso sufrieron quemaduras en el rostro, cortes variados y fracturas en las piernas; pudieron recuperarse luego de permanecer internados en el hospital policial Bartolomé Churruca, en el barrio de Parque Patricios, aunque Domínguez quedó rengo de por vida. Los cinco policías formaron parte de los ciento diez heridos que provocó la explosión de la bomba colocada por Montoneros en el núcleo —el cerebro— del dispositivo preparado por la Policía Federal durante una década y media para vigilar, investigar, infiltrar y reprimir a las organizaciones guerrilleras.La bomba de Montoneros dejó incluso más muertos —una persona más— que la voladura de la embajada de Israel en la Argentina, el 17 de marzo de 1992.
Entre los heridos, los casos de Domínguez, Flores, Biazzo, Palacios y Yusso no fueron los más graves. Varios policías sobrevivieron con graves mutilaciones; algunos, postrados para siempre. Seis cadáveres quedaron destrozados, irreconocibles a simple vista: carbonizados; sin brazos ni piernas; decapitados o con la cabeza apenas colgando y convertida en una masa sin forma.Todo eso por las características del artefacto explosivo utilizado contra la fortaleza de la Inteligencia policial: una “bomba vietnamita”, del tipo Claymore: además de entre cinco y siete kilos de trotyl, cargaba bolas o postas de acero que salieron disparadas como una metralla, que agujereó cuerpos, maderas y paredes, junto con los tenedores, cuchillos, platos, vasos, botellas, bandejas, y hasta la caja registradora y las patas de las sillas y mesas del comedor, que también salieron volando para todos lados.“Castro era compañero de promoción mío, la promoción número 69″, dijo el comisario inspector Carlos Sablich, quien agregó: “Aquel día, yo iba a Defraudaciones y Estafas, en el Departamento Central de Policía. En el momento de la explosión, estaba en Moreno y Sáenz Peña, a menos de cien metros del lugar del atentado; la puerta de entrada voló y se estampó enfrente”.
Es que este tipo de bombas no solo buscaba matar sino también despedazar los cuerpos. Ya lo indica el nombre con el que fueron bautizadas: Claymore eran las temibles espadas de doble filo, que pesaban un kilo y medio y debían ser manejadas a dos manos por los guerreros de las tierras altas de Escocia contra los invasores ingleses durante la Edad Media.
Diecinueve de las víctimas fatales murieron en el acto y sus restos fueron ordenados y numerados menos de tres horas después del ataque, a las cuatro y cuarto de la tarde de aquel viernes de tanta sangre y tanto dolor, en una sala contigua a la farmacia del Churruca, cada una con un número escrito a mano atado al dedo gordo de uno de sus pies; las otras cuatro personas fallecieron entre cuatro y ocho días después en el hospital policial a causa de las gravísimas heridas recibidas.Carolina Cepeda vio por última vez a su mamá aquel viernes 2 de julio a media mañana, cuando ella tenía cinco años y el subte de la Línea B paró en la estación Uruguay y la nena bajó con su papá, que la llevaba al médico. Fue el último beso que le dio y que la acompañaría, como un tesoro, durante toda su vida.
La madre siguió viaje una parada más, hasta la estación Carlos Pellegrini; trabajó un par de horas en la sede de YPF y salió para almorzar con su amiga; en el camino, entró a una tienda y compró un tapado, obligada por el frío intenso de aquel mediodía de invierno.Es que, si bien la mayoría de los comensales solían ser policías, iban también empleados de comercios y empresas de la zona. Por ejemplo, de Suixtil, que estaba en la esquina y fabricaba trajes, camperas, camisas y corbatas, y donde los suboficiales y oficiales podían abrir una cuenta corriente a sola firma. También de YPF, ESSO y algunos bancos, como el Nación.
Montoneros afirmaba que buscaba eliminar preferentemente al personal superior de la Policía Federal, en tanto “centro de gravedad” de la represión ilegal de la dictadura, pero de los veintitrés muertos solo dos eran oficiales y de muy baja graduación. Siete de las víctimas fatales ni siquiera cumplían tareas policiales: el encargado del comedor, el cajero, un mozo, un enfermero, un bombero, un suboficial retirado que estaba haciendo su changa de repartidor de pan y “Fina” Melucci de Cepeda, empleada de YPF.A pesar de que fue el atentado más sangriento en la historia del país hasta la AMIA, nunca fue investigado por la Justicia. Primero la jueza federal María Servini de Cubría en 2006 y luego la Corte Suprema en 2012 rechazaron una denuncia contra los presuntos autores del atentado, entre ellos el ex número uno de Montoneros, Mario Eduardo Firmenich, Pepe, y el periodista Horacio Verbitsky.
No solo permanece impune, sino que, hasta la publicación de Masacre en el comedor, no se sabía bien cómo había ocurrido ni quiénes habían sido sus autores: no existía ningún libro —periodístico o histórico— ni, obviamente, ningún documental o película. Ni una placa en la ciudad de Buenos Aires tienen esas víctimas ignoradas.
A su vez, incorporó a la causa a los denunciantes para que sean acusadores privados y revocó los sobreseimientos del propio Firmenich, Horacio Verbitsky, Laura Silvia Sofovich, Miguel Ángel Lauletta, Lila Victoria Pastoriza, Norma Walsh y Carlos Aznares. “Es necesario -diríamos imprescindible- realizar los mayores esfuerzos, desde la justicia, para reparar precisamente el valor justicia que se ha venido denegando a las víctimas”, afirmaron los jueces Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi en el fallo al que accedió Infobae.
Desde un punto de vista estrictamente militar, la voladura del comedor fue una perfecta operación de Inteligencia protagonizado por un infiltrado audaz, un jefe perspicaz, una escueta pero eficiente red de apoyo y una cúpula montonera lanzada a una ofensiva militar contra la policía, que reveló la facilidad con la que Montoneros había logrado penetrar nada menos que en la fortaleza de Seguridad Federal, el núcleo duro del dispositivo organizado desde hacía una década y media para vigilar, infiltrar, controlar y reprimir a los grupos guerrilleros, no solo en la capital del país.El autor material del ataque fue José María Salgado, Pepe, un joven agente de policía de 21 años que también estudiaba Ingeniería Electrónica en la Universidad de Buenos Aires. Los Salgado eran una familia de clase media alta que vivía en una casa de dos plantas en Olivos; el papá era abogado con un estudio muy activo en la zona de Tribunales, y la mamá, profesora de Ciencias, aunque no ejercía; su tío, Enrique Salgado, era general.Pepe Salgado se fue convirtiendo en uno de los recursos principales del servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros, donde el hombre clave era el famoso periodista y escritor Rodolfo Walsh, Esteban, hoy un personaje de culto para muchos intelectuales y políticos, homenajeado con cátedras, premios, monumentos, plazas, calles, escuelas, centros de salud y hasta barrios enteros, en todo el país.
La secuencia sobre la colocación de la bomba vietnamita parece de película. Salgado fue a comer al Casino de Seguridad Federal con su maletín Primicia negro de siempre; no se pudo sentar en el lugar que quería y tuvo que conformase con una mesa cerca de las dos columnas centrales del edificio. El mozo que lo atendió recordó que unos minutos antes de la explosión que lo depositó no muy suavemente en la puerta del comedor, Salgado se levantó de la silla, dejó sobre la mesa —sin tocarlo— el plato de carne al horno con papas que él acababa de servirle, y caminó hacia la salida del comedor, como si fuera a saludar a algún conocido. Hasta se levantó sin su sobretodo, que quedó plegado sobre el respaldo de la silla donde había apoyado su maletín en el que cargaba la bomba.
Con la cúpula de Montoneros, el vínculo del servicio de Inteligencia e Informaciones era directo, a través de la secretaría Militar de la Conducción Nacional, a cargo del comandante Horacio Mendizábal, Hernán, que, a su vez, reportaba a Firmenich y al número dos, el comandante Roberto Perdía, Carlos o Pelado.
Perdía aseguró que habían evaluado cuáles serían las represalias de la dictadura antes de autorizar el atentado que mató al jefe de la Policía Federal, el general Cesáreo Cardozo, el viernes 18 de junio de 1976, y la voladura del comedor, apenas dos semanas después.Fue el propio Mendizábal quien explicó el 24 de julio de 1976 en una reunión con corresponsales de diarios y revistas del extranjero que el artefacto “fue introducido en el edificio por un compañero que estaba infiltrado y que había entrado durante una semana con un paquete similar, pero inofensivo, como prueba”.
Los guardias ya se habían habituado a aquel joven tan simpático y cordial que llegaba con su maletín negro siempre puntual: diez minutos antes de la una de la tarde.
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