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17 de abril de 2025

Ariel “el Gitano” Acuña, uno de los “doce apóstoles”: “Yo iba a morir en una cárcel, hoy me parece extraño estar en libertad”

Es uno de los protagonistas del motín de Sierra Chica en 1996, donde su banda mató a ocho personas y tomó de rehenes a 17, y hace dos décadas que cumplió su condena. En un nuevo episodio del ciclo de entrevistas "A dónde vamos cuando soñamos", Oriana Sabatini charla con un hombre que robó bancos, camiones blindados, que mató a personas y que ahora se presenta como "youtuber carcelario"

>“Somos un equipo. El equipo que armé yo. Esa es mi familia”, dice Ariel Acuña en el cierre de la entrevista. Habla de su pareja y de su hijo, un bebé de apenas un año. Ahora tiene 53 años. Le siguen diciendo “el gitano”. Lleva casi dos décadas en libertad. Fue uno de los partícipes del motín de Sierra Chica, uno de los “doce apóstoles” que en 1996 protagonizaron una de las masacres carcelarias más sangrientas de la historia argentina. El otrora ladrón de bancos y de camiones blindados, asesino de presos, presume su voluntad de haberse reinsertado. Se presenta como “youtuber carcelario”: en su canal acumula 28.800 suscriptores, 307 vídeos y 6.073.878 visualizaciones.

Una familia lo adoptó. “Económicamente estaban muy bien. Siempre nos daban todo. Vivíamos en plena Capital Federal. Teníamos todos los lujos que queríamos tener. Pero hubo una cosa que no hubo: el amor de madre ni de padre, porque pensaron que el amor era darnos cosas materiales. Y para mí el amor es otra cosa”. Hizo la primaria en un colegio privado del barrio de Saavedra. Un día se escapó porque su papá, militar de carrera, le pegaba mucho.

Ariel vivió su infancia y preadolescencia en el barrio porteño de Saavedra. Su mamá adoptiva lo enviaba a pagar los servicios al banco. En la calle, se hizo amigo de los pibes del barrio Mitre. “Mi mamá nunca me dejaba juntar con los pibes de la villa. Era media nariz parada, clase media alta. Era toda una mujer. Pero yo me iba con ellos, me gustaba estar con ellos”, dice. Recuerda que en Avenida del Tejar (hoy avenida Balbín) y el cruce con la calle Estomba había una plazoleta y cerca una sucursal bancaria. “¿Y si nos robamos el banco?”, le consultó a un amigo. No era una idea disparatada: lo tenía todo planeado. Había identificado los movimientos internos en cada visita para pegar la luz, el gas, el agua.

No robaba por amistad, por necesidad, por falta de educación. Robaba -dice- para llenar vacíos. De bancos a camiones blindados. De los pibes de la villa a bandidos experimentados, los que le enseñaron “los códigos de la calle”. Establece una diferencia relativa a una cuestión ética de la profesión: “Está el chorro y está el ladrón. El ladrón no mata. Para mí ser ladrón era un arte. El arma la llevaba, pero solo la mostraba. Nunca maté a una persona en un caso de un robo”. Los robos significaban rollos de dinero que él escondía en el armario. Cuando su familia descubrió el botín, su papá reaccionó. “Me dio una paliza y terminé en el Hospital del Niño. El médico agarró y me dijo ‘¿tu papá te pegó?’. Yo le dije que no. Pero como mi papá tenía un cargo muy grande, me agarró, me alzó, me subió arriba del auto y me llevó al Hospital Naval, donde nadie le iba a poder decir nada”.

Comenzó su raid delictivo y con él, su paso por comisarias e institutos de menores. “Fui el primer preso en la Argentina que a los 15 años pisó un penal”, presume.

-¿Y cómo es estar en un penal a los 15?

También le dio una mira, que no es más que un pedazo de espejo que podía utilizar para ver cuándo pasaba el guardiacárcel. No durmió ese día. Lloraba mientras le sacaba filo a la varilla. Tanto la frotó con la pared que le quedó una ampolla en la mano. Al otro día, cuando salió al patio, guardó la punta en el pantalón y se llevó una frazada, también por advertencia de otro interno. Lo estaban esperando. Lo atacaron, según su relato, con una “planchuela”, una suerte de faca. “El miedo te da dos opciones. Te hace avanzar o te paraliza. Yo avancé”, narra. Fue su primer homicidio.

“La autoridad estaba mirando desde la ventana. Estaban apostando a ver quién ganaba. Y entraron con los cazapatos. Nosotros a las escopetas con balas de goma que usan ellos, los decimos los cazapatos. Me agarraron y me llevaron a buzones. Me dieron una paliza. Cobré como una semana. Y yo pensaba: ‘Antes me pegaban mis viejos, ahora tengo que bancar que me peguen estos’. No aguanté más y dentro del buzón me hice una faca. El preso argentino es un preso rata porque con cualquier cosa te hace una faca. La parte de atrás de la cuchara parece como un destornillador. Desatornillé unos tornillos, saqué una planchuela, me hice una faca y me escondí abajo de la tarima. La tarima tiene unos agujeros que es para que no haya humedad. Y ahí me quedé. Entró la policía. ‘Salí de ahí, hijo de puta’, me insultó uno, que vino, se abrió el cierre de la bragueta y me orinó. Cuando salí, lo agarré y me abalancé sobre él. Le mordí la cara y le saqué un pedazo de cachete. Y lo agarré de rehén. Y salió otro a avisarle y vinieron todos”.

“Empezó todo por una fuga. Hubo un ortiba, como decimos nosotros, que estaba buchoneado sobre lo que íbamos a hacer. Había una banda, la del correntino Gapo, que arruinaban a los pibes, trabajaban para la policía y eran ortibas”, grafica. El líder de la banda rival era Agapito Lencinas. El grupo, según su versión, también violaba a otros presos y a los familiares que iban de visita.

“Nosotros lo invitamos a pelear a la cancha -narra-. Hicimos toda una estrategia para que todos los que cuidaban la garita y los que cuidaban el muro vayan para el lado de la cancha. Le dijimos ‘bajá a la cancha que vamos a pelear’. Ellos bajaron y toda la policía fue para ahí. Y nosotros, en ese rato, nos quisimos fugar. Rompimos un foco. Llamamos al electricista. Trajo una escalera de dos pies. La empalmamos, la atamos con sábanas. Armamos escaleras tumberas para escalar el muro: se hacen con la sábana, con palos de escoba y unos ganchos que los sacabas de abajo de las palmeras, acá afuera le dicen cuchetas”.

Todos sus hombres tenían facas. En Sierra Chica había 1.500 internos. La mayoría, dice el Gitano, los apoyaba. El motín duró ocho días. En el segundo día, ocurrió la masacre. “Dejamos correr el tiempo hasta que dijimos ‘basta, se acabó, vamos a darle todo’. Y les caímos: fue una cacería humana. Hicimos justicia por mano propia. Les habían hecho mucho daño a muchos pibes. Habían arruinado muchas familias”.

No supieron qué hacer con los cuerpos, que amontonados llevaron a los buzones. La pestilencia los alertó. Los doce apóstoles habían entrado por robo, no por homicidios. “¿Qué hacemos? ¿Y si los enterramos? Los van a encontrar los perros. ¿Y si lo ponemos en cal?”, relata Acuña. Hasta que apareció uno que había sido carnicero y propuso descuartizarlos y mandarlos al horno de la panadería. Ahí nació el mito de las empanadas: “Yo las hice”.

-Yo fui el que corté la nalga. Porque había un encargado que cuando yo era había ingresado ahí, a los 17 años, me había pegado apenas ingresé, me había matado y lo teníamos de rehén. Entonces corté un pedazo de nalga. La hicimos como que fuese una empanada. La fritamos. Y se la dimos. Cuando la comió, le dije: “¿Te gustó la empanada?”. “Está buena”, me dijo. “Bueno, ahora que te comiste a un chorro, vas a ser mejor persona”. Y empezó a vomitar todo. Este encargado tiene carpeta médica ahora, está en un neuropsiquiátrico.

-No es que se jugó con la cabeza de un preso. Es una piedra. Tu esposo que es jugador de fútbol te puede decir: si le pega una patada a una piedra, se va a romper la pierna. Bueno, esto es lo mismo. Inventos del medio periodístico, que siempre la quieren mandar cambiada.

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