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18 de abril de 2025

El arte de conservar el arte: el oficio de restaurar esculturas centenarias y el hospital de estatuas que es un museo a cielo abierto

En el corazón de los Bosques de Palermo, desde 1952, se alza el taller en el que se reparan los monumentos, bustos y obras que ofrece en sus espacios públicos la Ciudad de Buenos Aires

>A La Cautiva le arrancaron la nariz. Le pintaron los pechos. Al perro de sus niños le arrancaron la oreja. Tiene partes del cuerpo agrietadas. Lastimadas. Mas esa madre, la mirada un cuchillo, clava los ojos en quien piense siquiera en meterse con ellos.

—Vengo de la Escuela de Bellas Artes. Siempre quise ser escultor —también soy docente en una escuela de joyería, profesor de dibujo y me estoy formando en el área de fotografía y papel—. Y este lugar lo conocía desde que estudiaba. Acá existía un programa que se llamaba Premoa, que recibía estudiantes que venían a hacer pasantías. Yo entré en el último Premoa y desde ese momento me quedé. Estamos hablando de 2004, 2005, 2006. Después hubo un receso, en ese tiempo trabajé en talleres de artistas, me fui formando con ellos, y me volvieron a contratar en 2013. Yo me había ido de viaje y un día, como verás, La Cautiva.

—Es un grupo escultórico importante hecho por Correa Morales, segundo escultor argentino. Primero, es un honor estar con Correa Morales. Siempre lo amé. Y segundo, paciencia. Es un trabajo de mucha paciencia. Fijate que, mucho más allá de roturas por el tiempo, tenés vandalismo. Ahora me encuentro sacando viejas intervenciones, limpiando la obra por oxidaciones, hongos. Todos los días parece que estás en el mismo lugar y no, no estás en el mismo lugar. Es así: paciencia. Es un trabajo que va a llevar seis meses.

En el corazón del Parque Tres de Febrero, conocido popularmente como los Bosques de Palermo, junto al Jardín Japonés, pasando un café que invita a quedarse y siguiendo un camino empedrado como se sigue al conejo blanco, se llega al predio de Monumentos y Obras de Arte (MOA). Llamado también hospital de estatuas, el sitio consiste en dos grandes galpones donde funcionan los talleres de restauración de las estatuas y monumentos que se emplazan en el espacio público de la Ciudad de Buenos Aires.

En el exterior, el paso del tiempo, el vandalismo, las decisiones oficiales sobre qué próceres, figuras u obras se ponen y se sacan y las necesidades de conservación logran una reunión imposible: Colón; Fernando de Magallanes; Gardel; Evita; Perón; Sarmiento; una pareja de enamorados; un esclavo flaco, negro y engrilletado —hecho por Francisco Cafferata, el primer escultor argentino, contará Julio— y más personajes encomiables de todos los tiempos esperan —pacientes, quietos— su turno de ser reparados o de que se les asigne un nuevo destino.

Esa parte del predio es conocida como el patio de las esculturas y está abierta a todos aquellos que deseen pasar a ver a los que permanecen en esta suerte de purgatorio pétreo a cielo abierto que se vuelve museo.

El MOA se creó en el año 1952 como un apéndice de lo que era la Dirección de Paseos y se encargó de la conservación de la estatuaria emplazada en los espacios públicos de la ciudad. Todos los monumentos, estatuas, bustos, placas, mástiles y elementos decorativos que estaban en los espacios públicos dependían de alguna manera de lo que era el MOA y aún siguen dependiendo. Es decir, seguimos trabajando en lo que es la conservación de la estatutaria pública. Algunas obras se restauran en el lugar y otras se traen al taller, siempre y cuando las condiciones y las dimensiones de la obra lo permitan y el trabajo que se tenga que hacer amerite el traslado —explica Jorge Grimaz, subgerente operativo del espacio.

Salieron íntegros de los talleres del MOA una reposición de La flor de Irupé (“le pedimos el original al Museo Perlotti, se hizo el molde y se colocó la réplica en el Parque Centenario”), piezas para restaurar obras, y bustos como el de Gabriela Mistral (“que también era reposición, pero al no tener el molde original se hizo desde cero acá”). El busto del barón Pierre de Coubertin, fundador de los Juegos Olímpicos modernos —que fue robado el original y su réplica— y se alza en una plazoleta frente a la Embajada de Francia, y el de Carlos López Buchardo, compositor y pianista de cámara argentino, en Plaza Lavalle, también se hicieron completos allí.

Ahora los dos talleres —dos galpones enormes— están compactados en uno, atiborrado de materiales y herramientas: el otro está en obra. Dentro se apiñan bolsas de cal, cemento, arena, marmolina, yeso, sillas y mesas de trabajo, reglas T, sierras, máquinas agujereadoras de bancos, soldadoras, estructuras metálicas, cascos de construcción, carretillas hormigoneras, tachos de pintura, un ejército de palas, un farol de plaza. Los insumos de trabajo conviven —se enciman— con los de la obra de refacción de todo el espacio.

La otra parte del plantel está allí. Dentro del taller trabajan Martín Santos, que restaura La Flora, reproducción en cemento de una escultura de mármol de 1709 que se encuentra en el Louvre (París) —creada por el artista francés Renato Frémin—; y Gastón Souto, que trabaja en un molde nuevo —de caucho, para utilizar en futuras reproducciones— de un busto pequeño, como para decorar un escritorio en un despacho importante, de Eva Perón. Para hacerlo mira en una tablet numerosas fotos de época de Evita e intenta recrear su expresión, los detalles de su peinado recogido más emblemático. Usa plastilina y plasticera, “un material un poco más duro que la plastilina”, explica. Lo derrite en una olla pequeña y con eso modela.

Santos y Souto estudiaron juntos. Ahora hablan de las técnicas clásicas de modelado, del escultor francés Antoine Bourdelle —considerado uno de los precursores de la escultura monumental del siglo XX—, de Auguste Rodin —considerado el padre de la escultura moderna—, de arte. Y las mejores esculturas del mundo.

Las esculturas necesitan ser restauradas por la degradación natural que provoca el paso del tiempo, por estar a la intemperie expuestas al ritmo y a las sustancias que flotan en la ciudad; porque son víctimas de vandalización.

A veces la vandalización es porque sí. Otras, es misógina. Ideológica. Política. Como con La Cautiva.

“Estaba cierto día con mis hijos, y una india vieja que los miraba largamente con los ojos humedecidos dejó escapar esta frase: ‘Yo también tenía chico, chico lindo; no sé vivo, no sé muerto, no sé dónde…‘. Contó el escultor argentino Lucio Correa Morales sobre la imagen que inspiró su obra La Cautiva, una de las más importantes del patrimonio de arte público de la Ciudad.

La Cautiva de Correa Morales retoma el poema homónimo, fundacional de la literatura argentina, escrito por Esteban Echeverría en 1837, en el cual una mujer blanca, María —símbolo de la civilización—, es raptada por los indios —símbolo de la barbarie—, y presenta su contracara. El escultor voltea el texto con su obra: critica la matanza de las poblaciones indígenas en la Campaña del Desierto emprendida por Julio Argentino Roca entre 1878 y 1885 como parte del proyecto civilizatorio de Argentina. En su escultura la cautiva es la mujer indígena. Son sus niños. Sus saberes. Su pueblo. Su cultura.

Antes de que La Cautiva llegara al MOA, Julio Romero, que sabía que iba a venir, pidió que se la asignaran. Quería ser él quien restaurara la obra del escultor que admiraba desde estudiante. Lleva dos meses limpiándola, quitándole los grafitis, pensando qué es lo mejor para ella.

—¿Y eso es lo primero que se le hace a una pieza que se va a restaurar?

Julio explica que él es de los que defienden la idea de que a este tipo de obras centenarias hay que intervenirlas lo menos posible. Trabaja con un bisturí para sacar las suciedades y vandalizaciones de modo quirúrgico evitando lastimar la pieza.

—¿Y se las vuelven a poner?

Armado con bisturí y cepillo de dientes, Julio pasa sus días, sus meses, agachado, en torsiones extrañísimas, procurando devolverle a La Cautiva un estado de pulcritud con un trabajo casi arqueológico. Milimétrico. Dice que su labor tiene mucho de eso, que estuvo hace poco en el Museo de Ciencias Naturales y vio que ante un hueso o ante una escultura se hacía el mismo procedimiento: “Ir muy de a poco hasta llegar a la pieza original”. Cuenta que aunque su horario de trabajo es de siete a dos es imposible y riesgoso para la obra no hacer pausas para descansar “porque es agotador”.

Julio toma registros diarios para dimensionar cómo evoluciona la obra. A veces está en su casa y se pone a ver el antes y el después, a pensar en cómo continuar. Reconoce que es un trabajo lento y es algo de lo que disfruta, asume que tiene “un par de tocs” en su vida, lo que no significa “que un día no digas: ‘No quiero estar más acá’”, que a veces le pasa pero al día siguiente vuelve —literalmente— las manos a la obra y se da ánimos pensando que falta menos para terminar.

¿Cómo de un bloque tosco de piedra fría como el mármol nace una obra que desnarizada, con un siglo encima, arrollada por las inclemencias del tiempo y de los dañinos logra conmover con solo mirarla a los ojos?

Quizás si La Cautiva hablara diría que salió de las manos de Correa Morales, el segundo escultor argentino. Que la vandalizaron en su nariz, en sus pies, es sus pechos, por ser mujer, por ser indígena. Que desnarizada y todo no va a permitir que nadie toque a sus críos.

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