26 de abril de 2025
La despedida de los humildes al cura Bergoglio: crónica entre los que fueron a llorar al papa Francisco a la Plaza de Mayo

Llegaron a la misa en la Catedral miles de personas, casi todas de barrios periféricos. El recuerdo de trabajadores, jubilados, marginales y ex adictos y una ex monja que lo conocieron: “Al barrio y al barro”.
También está presente la idea de Diego Armando en esta plaza. Va su rostro en la remera de una mujer de unos 40, que llora mientras habla García Cuerva. Lleva la cara del pibe de Villa Fiorito sonriente y la leyenda: “Hay que ser muy cagón para no defender a los jubilados”.
La mujer tiene una mochila y, atada, flamea una bandera wiphala, el símbolo ancestral de los pueblo indígenas andinos. Representa, tal vez, la idea de una iglesia abierta para todos que proponía Francisco. Por las pantallas se ve al arzobispo de Buenos Aires. Por los parlantes, dispuestos en toda la plaza, avenida de Mayo y las diagonales Norte y Sur, retumba su misa: “El dolor nos une como pueblo; que nuestras lágrimas rieguen nuestra Patria, para hacerla fecunda en reconciliación y hermandad”.Hay señoras que sostienen la imagen de Francisco impresa en una estampita o en un poster. Hay personas con banderas argentinas que dicen “Francisco”, y también el estandarte del Vaticano, mitad blanco y mitad amarillo. Los vende José en un costado de la plaza. Los compró en Once la semana pasada. Vende poco, dice.
A su lado, un grupo de Scouts juvenil comparte el mate. También están los más adultos. Como Tomás Acosta (37) y Juan Pablo Okseniuk (40). “Deja una enseñanza muy grande”, dice el primero, y sigue: “Sobre cómo transitar la vida. Con la mirada puesta en el Otro, en la misericordia, el perdón, entender que todos somos iguales”.La misa dura una hora. Hay un hincha de San Lorenzo arrodillado después de comulgar, quizá pidiendo una mano para el partido de esta tarde. Al lado está pintado el pañuelo de las Madres sobre el suelo. Cuando termina el texto de García Cuerva, ocurre el momento más emotivo. Aparece la voz de Jorge Bergoglio, del pastor porteño. Colma toda la plaza, quizá todo Buenos Aires. Las pantallas muestran una imagen suya sonriente y las fechas de su nacimiento y su partida.
“Sé que están en la Plaza”, se escucha. “Sé que están rezando. Gracias por las oraciones. Las necesito mucho. Gracias por haberse reunido a rezar. Es tan lindo rezar, porque es mirar hacia el cielo, mirar a nuestro corazón, y saber que tenemos un Padre bueno que es Dios. Gracias por eso”.Sola, sonriente, Sole Albizu (64), lo escucha emocionada. Fue monja hasta los 50. Tuvo 14 hermanos. Dos de ellos fueron jesuitas. Así conoció a Bergoglio.
“Fue mi guía espiritual durante tres años, de mis 28 a mis 31. Me marcó mucho. Era como un padre o un amigo. Era un igual. Siempre fue así. Sentías que te escuchaba. No había nada más que eso. Te miraba a los ojos. Te prestaba atención. Me gustaba porque era así con todos, prestaba mucha atención, por ejemplo, a los niños, sin subestimar su edad”, cuenta.“Fue una linda relación. Los sábados, cuando iban a los barrios, los despedía en la puerta. Les podía perdonar todo, excepto que no fueran un sábado a dar catequesis a los chicos, después de estudiar toda la semana”, cuenta Sole, que dejó de ser monja hace 14 años, y cuenta algo que define a Jorge Bergoglio casi como ninguna otra cosa: “¿Sabés qué hacía los sábados a la noche con mis hermanos? Les miraba los zapatos. Tenían que volver con barro. Él les decía: ‘al barrio y al barro’”.
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