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6 de julio de 2025

Cafetines de Buenos Aires: la esquina que fue establo y garage de carruajes antes de convertirse en un bar inspirado en el Colón

Pasaron siete décadas entre la aparición del mayor templo cultural porteño y la de un café que, de modo natural, invitara a intercambiar sobre lo visto y oído después que baja el telón. Desde su apertura, en 1978, el Petit Colón propone eso: una experiencia que conversa y extiende la del majestuoso teatro

>El Teatro Colón se inauguró en 1908, pero tuvieron que transcurrir setenta años para que tuviera un café de cercanía que conversara con su calificada propuesta artística. Raro para una ciudad que siempre aspiró a emparejarse con las grandes capitales culturales de Occidente. “Setenta años y ningún café” podrían haber sido versos escritos por un poeta observador de los barrios porteños.

En efecto, en una foto del año 1939 de la Colección Luis Fiori se observa la silueta de una típica construcción de guardacoches tan común en Buenos Aires entre los años 30 y 40 que se presentaban bajo el título de Gran Garaje.

También me informa Domingo que la fecha de apertura del Petit Colón coincidió con la inauguración del Mundial de Fútbol. Pero los puntos de contacto entre el café, que se concibió para ser el salón de reunión de una clase social con abono al máximo coliseo, y los aficionados a nuestro deporte más popular son muchos más. Porque en el mismo lugar donde opera el Petit Colón funcionó una agencia de Armando Automotores, la concesionaria de autos de Alberto J. Armando quien fuera presidente del Club Atlético Boca Juniors.

Domingo hace 33 años que trabaja pegado al Petit Colón. Entró a cubrir una suplencia del encargado titular en 1991 y sigue en su puesto. Más suplente que Ricardo La Volpe del Pato Fillol para el mismísimo Mundial ‘78. Durante sus primeros años en cumplimiento de la suplencia Domingo llegó a conocer a Pepe y Monte, los últimos sobrevivientes del grupo de gallegos que manejaban el café. Muchos empezaron a desprenderse de “puntitos” —como le dicen a la participación societaria— hasta que quedaron los dos mencionados. Luego uno solo mantuvo el 50 % y, finalmente, otro grupo gastronómico compró la totalidad de las acciones y tomó las riendas del negocio en 2005.

En el Petit Colón pude charlar con Hugo, al frente del local desde la llegada de la nueva gestión. Me contó de las mejoras y modificaciones que le hicieron al diseño anterior. Por ejemplo, la reducción del largo de la barra con el fin de ganar más mesas. También la aplicación de placas reductoras de ruidos en el techo para ganar en intimidad durante las conversaciones o introspección en los pensamientos. Dos situaciones que se encuentran fuera de contexto en una zona de la ciudad que, por la proximidad de Tribunales, fiscalías y oficinas, vibra a un ritmo frenético.

El mobiliario del Petit Colón funciona como una continuidad del teatro homónimo. Quien haya sido el regisseur de escena mantuvo la jerarquía de la barra, pese al recorte de su longitud, y su cristalero de bronce. Las paredes las revistió de boiserie y gobelinos. A las mesas les colocó tapas marmoladas —como a la araña principal— y en cada una de las esquinas grabó el logo comercial. Las sillas las tapizó en pana color bordó similar a las butacas de la platea, pero con el respaldo esterillado. Y para reforzar el concepto de Escenario Mayor de Buenos Aires, al televisor —siempre encendido pero en silencio— lo disimuló dentro de un importante marco para cuadro.

La elegancia continúa en el exterior. El servicio en la vereda se ofrece en mesas de tapa redonda con las sillas alineadas contra la vidriera del local para que la vida cotidiana se represente como en un escenario, al estilo de los cafés parisinos. Las sillas exteriores son diferentes. Y este detalle también se apoya en nuestro inconsciente colectivo porque son de un estilo playero, parecido, sin ser exactas, a las que se usaban en los bares bajo la recova de la rambla marplatense para ver y dejarse ver. En definitiva, ir a tomar un café al Petit Colón remite de forma directa a situaciones de goce y descanso.

Otro detalle de excelencia se observa en la indumentaria del personal. Los camareros visten de estricta camisa blanca, con moño, chaleco negro y faldón también albo. La extrema blancura expresa la pulcritud y limpieza del local. Hugo, como responsable a cargo del Petit Colón viste igual al resto, pero en lugar de moño luce un corbatín negro.

Entre tanta singularidad dentro del frondoso repertorio cafetero de la ciudad, el detalle que definitivamente lo distingue, es su sótano. Al pie de la escalera que conduce al subsuelo se luce una obra del pintor argentino Camilo Lucarini. Es una pintura de una recova donde las mesas de los cafés se suceden en todo su largo. Camilo Lucarini nació y murió en Buenos Aires. De joven se trasladó a Europa para continuar con sus estudios en Bellas Artes. En el sitio Los Coleccionistas, Pintura Argentina, se menciona que sus obras de animales salvajes integran las colecciones de Christina Onassis, Thierry Roussel, Amalia Fortabat, Claudio Z. Thyssen y Sean Connery.

El sótano del Petit Colón es un refugio anti fin de los tiempos. Las mesas son similares a las del piso superior, pero agrupadas para fomentar las reuniones grupales. Todas las sillas tienen apoyabrazos y el espacio también dispone de sillones de varios cuerpos forrados en cuero. El piso está alfombrado. Una pequeña isla en el medio del salón ofrece todo tipo de bebidas alcohólicas. Sin embargo, entre tantos estímulos, el detalle es el botón incrustado en todas las mesas que sirve para llamar al servicio que solo circula por la planta baja. Dato de interés: todos los días a toda hora el sótano está abierto al público. Aunque vayan solos y sean los únicos que se refugian en su interior. Sentarse en alguna de sus mesas es todo lo contrario a la tan gastada frase “salir de la zona de confort”, en este caso es introducirse. El único contacto con la vida del exterior dentro de este búnker es la vibración que produce el subte de la línea D cuando circula entre las estaciones Tribunales-Teatro Colón y 9 de Julio.

El Petit Colón puede alardear de haber atendido a tres argentinos que resultaron presidentes: Eduardo Duhalde, Alberto Fernández y Javier Milei. Aunque, sin duda, son miembros del Poder Judicial quienes completan sus mesas a diario. El Petit Colón debe ostentar la mayor cantidad de corbatas por metro cuadrado de todos los cafés de Buenos Aires.

Retomo la observación sobre los nexos entre el fútbol y el Petit Colón. Pero en este caso no por hechos relacionados con el Mundial Argentina ‘78. Tampoco es por Boca Juniors, aunque sí por su archirrival: River Plate. En la charla con Hugo surge el recuerdo de cuando se llevó a cabo el juicio contra los hermanos Schlenker que concluyó con la cadena a reclusión perpetua como instigadores del homicidio de Gonzalo Acro. Miembros de la barra riverplatense, conocida como Los borrachos del tablón, circulaban por el Petit Colón alterando la tranquilidad del café. Los líderes de las facciones que se disputaban el control del paravalanchas, cuyos rostros y nombres se emitían por la televisión del local, ocupaban las mesas. Algunos habitués alzaron sus voces contra los foráneos de cuestionables actividades. Pero la cosa no pasó a mayores. El juicio terminó y no volvieron a pasar. Así, el Petit Colón retomó la puesta en escena cotidiana diseñada por su regisseur. El telón no se mancha.

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