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3 de noviembre de 2024

El caso de Barbara Jane Mackle, la joven que sobrevivió tres días enterrada viva en un cajón bajo tierra

La joven fue sepultada durante 83 horas tras ser secuestrada en diciembre de 1968 en Florida; sus captores la colocaron en una caja de fibra de vidrio con algo de agua y comida para mantenerla inmóvil y apenas viva

>La madrugada del 17 de diciembre de 1968 comenzó con unaHabía sido una noche tranquila en un pequeño motel de Decatur, Georgia, donde ella y su madre, Jane Mackle, descansaban antes de emprender el regreso a casa para las vacaciones navideñas. Ambas pensaban que sería una noche más, pero alrededor de las 4 de la mañana, alguien llamó insistentemente: “Somos detectives, señorita. Su novio ha tenido un accidente”.

En un acto de confianza, Jane abrió la puerta, pero que quien esperaba afuera no era un salvador, sino una amenaza. Gary Steven Krist, un hombre alto y con aspecto imponente, la atacó de inmediato. Vestía una gorra de policía, pero no portaba insignia. Lo acompañaba una mujer de complexión pequeña, Ruth Eisemann-Schier, con el rostro cubierto por una máscara de esquí. En un solo movimiento, Krist golpeó a Jane, envolviendo un pañuelo empapado de cloroformo sobre su nariz. Su resistencia fue inútil; se desplomó en el suelo, las manos atadas a la espalda.

Las primeras horas fueron un enigma de curvas y oscuridad hasta que, al amanecer, el auto se detuvo en un área boscosa. Krist y Eisemann-Schier condujeron a Barbara hacia una fosa excavada en el suelo. Al borde del agujero, Barbara observó, paralizada, el objeto que estaba destinado a convertirse en su cárcel: un cajón de fibra de vidrio, diseñado con precisión quirúrgica para mantenerla viva pero inmovilizada. Dentro del contenedor, los secuestradores habían colocado tubos flexibles de aire, una pequeña linterna, agua, un poco de comida y sedantes. Era un ataúd improvisado para una mujer que aún respiraba. Sus captores le ordenaron entrar en silencio.

Desde el interior, Barbara recordó luego, pudo escuchar cómo las primeras capas de tierra golpeaban la tapa de la caja. “Grité y grité”, escribiría años más tarde en su libro 83 Hours Till Dawn. “El sonido de la tierra se fue alejando hasta que ya no pude oír nada”. Agotada, se recostó en la oscuridad, luchando por mantener el control. Por fuera, solo había silencio y un manto de tierra que sellaba su prisión.

Mientras la caja se hundía en el suelo, el pánico se tornó en silencio y luego en resignación. Bajo tierra, Barbara Mackle escuchaba su propia respiración en la oscuridad mientras cada minuto parecía una eternidad. “Si alguien me encuentra, seré libre”, se repetía, intentando aferrarse a cualquier pensamiento que mitigara el miedo. A su lado, sentía el roce áspero de una manta, un reloj que apenas distinguía en la penumbra y una botella de agua que, como todo en ese espacio limitado, le recordaba que estaba en una tumba prematura.

Durante tres días, Barbara permaneció enterrada. Con la linterna tenue que le dejaron, se guiaba cada tanto por las manecillas del reloj, midiendo el paso de las horas. Su único consuelo era el leve flujo de aire que penetraba a través de los tubos de ventilación, un alivio frágil que la mantenía consciente pero al borde de la desesperación. La comida, aunque escasa, estaba impregnada de sedantes; era un intento calculado de Krist para que se mantuviera tranquila, adormecida en la quietud de ese ataúd de fibra de vidrio. “Pensaba en Navidad”, recordó, evocando imágenes de su familia y el calor de su hogar. Pero al mismo tiempo, sabía que un error en el plan de los secuestradores podría significar su muerte silenciosa bajo tierra, sin rastro alguno.

Mientras Barbara luchaba contra el cansancio y el sopor, Krist y Eisemann-Schier comenzaron a exigir un rescate de 500 mil dólares a su padre, Robert Mackle, un magnate inmobiliario de Florida. El dinero, para los secuestradores, era el objetivo tangible; la vida de Barbara, un simple detalle en la ecuación. Aislado y atrapado en la desesperación, Robert reunió la suma sin dudarlo, dispuesto a cumplir cualquier condición para ver a su hija de nuevo. La familia Mackle se movía en silencio, siguiendo cada indicación de los captores, conscientes de que una acción en falso podría condenarla.

Mientras los agentes se apresuraban a seguir las pistas, Barbara, bajo tierra, oscilaba entre la lucidez y el sueño. La linterna comenzaba a parpadear, dejando entrever la fragilidad de su situación. Años después declararía que estaba a punto de sucumbir.

La tensión aumentaba a medida que el FBI seguía desentrañando el plan meticuloso de Gary Steven Krist y Ruth Eisemann-Schier. Cada segundo era crucial. Los agentes habían encontrado el auto abandonado de Krist, y en su interior, evidencias tan inquietantes como reveladoras: documentos falsificados y una fotografía de Barbara Mackle, sosteniendo un cartel que proclamaba en letras firmes la palabra “KIDNAPPED”. Era la confirmación de lo que temían, un juego siniestro de vida o muerte orquestado por dos secuestradores cuya frialdad desafiaba la imaginación.

Finalmente, tras el pago exitoso del rescate de 500 mil dólares, Krist contactó al FBI y proporcionó las coordenadas aproximadas de la ubicación de Barbara. La información era vaga, pero suficiente. En una operación a contrarreloj, los agentes se dirigieron al bosque en Gwinnett County, un área densa y solitaria donde el tiempo parecía haberse detenido.

Barbara emergió de su tumba de fibra de vidrio con el rostro cubierto de tierra, sus ojos apenas podían adaptarse a la luz. “Estoy bien”, murmuró, en un intento por calmar a los rescatistas que la observaban, incrédulos ante su resistencia. Había sobrevivido gracias a una fuerza mental inquebrantable y a la esperanza de reunirse con su familia en la Navidad que ya estaba muy cerca. El país entero se estremeció con la noticia: la joven secuestrada y enterrada viva había sobrevivido, en una de las pruebas de supervivencia más extremas jamás registradas.

Mientras tanto, Krist intentaba escapar con su parte del dinero. Compró una lancha y huyó hacia los pantanos de Florida, confiado en su plan de fuga. Pero el cerco del FBI se cerró rápidamente. Gary Steven Krist fue arrestado a las pocas horas, mientras navegaba sin rumbo en los canales de los Everglades. En su embarcación llevaba 480 mil dólares del rescate, su botín efímero. Ruth Eisemann-Schier se mantuvo prófuga un tiempo más, pero fue capturada meses después en Oklahoma, donde intentaba comenzar una vida nueva con una identidad falsa.

Por su parte, Eisemann-Schier fue deportada a su país natal, Honduras, tras cumplir su sentencia. Su rol en el secuestro, aunque secundario, la marcó como la primera mujer en la lista de los diez fugitivos más buscados del FBI, un recordatorio de la audacia con la que ambos perpetraron el secuestro de Barbara Mackle.

La familia Mackle, destrozada por el trauma, mantuvo en su intimidad la memoria de aquellos días oscuros. Barbara, aunque se recuperó físicamente, optó por una vida fuera del ojo público, construyendo una familia y alejándose de la atención mediática. Sin embargo, la memoria de esos tres días enterrada en la penumbra no se disolvió tan fácilmente.

El caso de Barbara Jane Mackle permanece en la historia criminal de Estados Unidos como un recordatorio de la capacidad humana de resistencia ante el horror. La joven, enterrada viva en una caja sellada bajo tierra, sobrevivió a una de las pruebas más extremas gracias a su fortaleza mental y a la determinación de su familia y las autoridades para rescatarla. Pero más allá del sensacionalismo que rodeó su caso, la historia de Barbara es la de una superviviente que, en medio de la oscuridad, se aferró a la esperanza de volver a ver a los suyos.

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