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6 de noviembre de 2024

Un argentino en el país menos visitado del mundo: “La llegada del avión es un evento social, los chicos aplauden al lado de la pista”

Felipe Pollitzser, porteño de 24 años, también se sorprendió sobre los múltiples usos que las autoridades locales le dan a la pista de aterrizaje. Cuando no hay aeronaves, la transforman en calle y playón deportivo. “Apenas reciben entre tres ó cuatro vuelos por semana”, contó

>Felipe Pollitzer escuchó hablar del país menos visitado del mundo en 2019 en un video de YouTube en el que además contaban que corre el peligro de hundirse en las aguas del Océano Pacífico dentro de un par de décadas. Lo que vio en esas imágenes era tan insólito y distinto a todo lo que conocía, que lo dejó fascinado. Desde entonces, se fijó una meta: visitar ese rincón apartado del mundo y contar su propia experiencia. “La idea me quedó grabada en la mente. No sé si como un desafío o un capricho, pero uno de esos que no desaparecen”. Desde Argentina, parecía casi imposible llegar a ese destino, pero cuando se instaló en Nueva Zelanda por trabajo sintió que había llegado el momento de cumplir su objetivo. “Estaba cerca, y sabía que era ahora o nunca”, relató Felipe, nacido en la ciudad de Buenos Aires hace 24 años, quien arribó a ese país el 6 de junio tras hacer una escala en Fiji.

Esa pista, que cuando no hay vuelos, se convierte en lugar de tránsito de motos y bicicletas y la arteria de la vida social del lugar, merece algunas explicaciones aparte. “Cuando aterricé vi una imagen insólita. Los chicos aplaudían y saludaban con una mezcla de euforia y curiosidad, y muchos caminaban por la pista con una naturalidad que no había visto en ninguna otra parte”, relató. “Era como si un espectáculo hubiera llegado al pueblo. Era un festejo para ellos, y a mí me hizo sentir como si el país entero estuviera allí, dándome la bienvenida”, agregó.

Al bajar del avión, Felipe sintió no solo el calor de la mirada de los lugareños sino también la curiosidad y la euforia de los pequeños que lo rodeaban. Para él, acostumbrado a aeropuertos impersonales y a llegadas sin aplausos, ese recibimiento fue una experiencia surrealista, un recordatorio de que en Tuvalu, hasta lo cotidiano tenía un tinte extraordinario.

“El oficial, descalzo, me extendió un formulario escrito a bolígrafo y me dio una sonrisa despreocupada. No había nadie apurado en ese aeropuerto improvisado, ni oficiales tensos. De hecho, la llegada de un avión era lo más cercano a un evento social”, ejemplificó al hacer referencia a la alegría de los más pequeños.

Felipe permaneció cuatro días en Funafutim, su capital. Para él, visitar Tuvalu no fue solo una travesía turística. Quería descubrir cómo se vivía en una cultura diferente, entender cómo era la existencia cotidiana en un lugar tan desconectado de las preocupaciones de Occidente. Quería observar, aprender y, sobre todo, absorber la esencia de esa isla para plasmarla algún día en sus libros.

Durante su estadía, Felipe se sumergió en una experiencia única y sencilla, donde las actividades cotidianas parecían despojarse de todo lo accesorio. La isla, sin atracciones turísticas ni itinerarios, lo invitaba a recorrerla sin prisa.

Uno de sus primeros deseos fue llegar a las puntas de la isla, donde el territorio se angosta hasta apenas dejar unos metros de tierra entre el océano y una gran laguna. Allí, con el mar a un lado y la laguna al otro, Felipe sintió que estaba parado en el borde del mundo. “Esa franja de tierra te hace darte cuenta de lo frágil que es este lugar. La isla podría desaparecer bajo el agua en cualquier momento”, relató.

En sus ratos libres, Felipe aprovechó para nadar en el mar. Sorprendentemente, estaba siempre solo en la playa; los locales apenas se metían al agua. La escena de los niños jugando en un container de metal, que usaban como piscina improvisada, también lo cautivó: “Era la simpleza hecha felicidad. No necesitaban más que agua y un espacio para reír y disfrutar”.

Felipe se instaló en uno de los pocos hoteles disponibles. “Era muy austero, como un hospedaje de otro tiempo. No había lujos ni instalaciones modernas”, describió. A su alrededor no había bares ni heladerías, apenas algunos supermercados.

Este pequeño país insular de la Polinesia, compuesto por atolones coralinos, se encuentra a tan solo unos metros sobre el nivel del mar, con una elevación promedio de 1,8 a 4,5 metros, lo que lo convierte en uno de los países más vulnerables a la subida del océano. Además, Tuvalu sufre de la erosión costera y la intrusión de agua salina en sus fuentes de agua dulce, lo que alteró gravemente el ecosistema y dificultado la agricultura.

Durante sus paseos y exploraciones, Felipe comenzó a llamar la atención de los más jóvenes. En un lugar donde casi nunca llegan extranjeros, su presencia se volvió el centro de atención. Los niños lo seguían en silencio, se acercaban cautelosos y reían cuando él intentaba saludarlos. “Me sentí observado como nunca en mi vida”, confesó, recordando cómo los pequeños siempre querían saber su nacionalidad. “Cuando les contaba que era de Argentina, automáticamente alguien gritaba ‘¡Messi!’”, recordó.

En su último día en Tuvalu, cuando el avión comenzó a elevarse y el paisaje de lagunas, playas y pequeñas casas sin ventanas desaparecían bajo las alas, sintió que dejaba atrás más que una isla: abandonaba una vida en pausa, detenida en el tiempo. Allí, donde el mar se usa para pescar más que para refrescarse, y los adultos trabajan solo las horas justas para sobrevivir, había encontrado algo. No era ni turismo ni aventura. Era la certeza de que, en medio de esa simpleza extrema, él era el extraño. Y supo, mientras miraba la línea del horizonte perderse en la distancia, que volvería a la civilización con una pregunta sin respuesta: “¿Qué tan lejos estamos, realmente, de la felicidad?”.

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