30 de diciembre de 2024
La vida de Jorge Lanata contada por él mismo: “Yo no quise ser periodista para ver el mundo, sino para entrar en él”

Jorge Lanata se enteró de que había sido adoptado cuando tenía 55 años y sus padres ya habían muerto. Era un periodista consagrado cuando las certezas que tenía se convirtieron en dudas. Sus confesiones, sus visiones, su infancia, sus consejos periodísticos, sus intimidades y su trayectoria profesional. ¿Quién era Jorge Lanata para Jorge Lanata?
Ella no trabajaba. Al menos él careció de recuerdos de ella trabajando. Tampoco la recordaba caminando o hablando. O, directamente, sana. Su padre terminó el secundario en un colegio nocturno mientras trabajaba de mecánico dental. Rindió libre la carrera de odontología: se recibió de dentista de adulto, cuando su hijo ya no vivía con él. Jorge se había ido de su casa para vivir con su tía Nélida y su abuela Doña Carmen en un hogar emplazado en General Chenault 117, lugar donde se crió. Fue su segunda adopción, un suceso que descubrió de grande. Resabios que mamó de su abuela, una mujer que no sabía leer ni escribir pero había aprendido a disimularlo. “Cuando yo pasaba un límite decía: ‘Dejalo, es chico, cuando sea grande va a entender’. Cuando somos grandes, entendemos”, narró.
“No sé si creo en el destino, a veces creo que soy un ángel y otras compruebo que soy un idiota -suscribió-. Pero si buscara un argumento para creer en el destino, me sobra este: a mis cuatro años mi madre tuvo un tumor cerebral que dejó paralizada la mitad derecha de su cuerpo, no podía formar palabras, aunque las comprendía, y vivió así toda mi vida. Pero no era mi madre, aunque fue mi destino”. Su madre biológica había sido otra. Una que nunca conoció.
Con el tiempo concibió una duda existencial sobre esa mujer que visitaba algunos días de la semana, con la que almorzaba o cenaba en silencio, que vivía postrada o en silla de ruedas y que había absorbido el tiempo de su figura paterna. Jorge tenía preguntas que nunca preguntó: “Pensé muchas veces: ¿por qué no se quiere morir? ¿por qué quiere vivir así? No se quería morir. Ella vivió con mi papá hasta que mi papá murió y luego vivió conmigo y con mi tía, su hermana”, relató.María Angélica murió en 2004. Ernesto había muerto mucho tiempo antes. Jorge odió a su papá: “Era un tipo cabrón, estaba mal de la cabeza”. Los conflictos eran frecuentes y álgidos: una tensión que los mantuvo en la cornisa de los golpes de puño. Dejó de discutir con él cuando ya no lo tenía. Aprendió a quererlo en el recuerdo. El tiempo contribuyó a la sanación de ese vínculo. Había dedicado su vida a ser más esposo que padre. Vivió con ella y sin su hijo el resto de su vida. Él no cuestionó nunca esa decisión: “Con la enfermedad de mi mamá, mi casa era una casa triste. Yo siempre respeté de mi papá que se quedara cuarenta años y que cuidara a mi vieja, que no la abandonara en un asilo”, dijo. Recordaba siempre una anécdota insignia: la vez -la única- que fueron a comer afuera. Fueron una noche a una pizzería en Sarandí, a una cuadra de la cancha de Arsenal. No hablaron mucho durante esa cena, ni durante esas vidas. Asumió haber vivido la época en la que los hijos no se hablaban con los padres.La pizzería fue su única vez solos y juntos. No fueron al cine ni a ningún otro lado. Los cumpleaños no se festejaban. Las celebraciones debían esperar a que María Angélica se recuperara. No había espacio para la felicidad. Pero papá Ernesto estuvo disponible para aceptar la solicitud de un Jorge adolescente. Cuando su hijo tenía catorce años, se acercó a las oficinas de Alberto Suárez Castro, gerente de Radio Nacional, para firmar el contrato laboral de Jorge. “No recuerdo muchos detalles del asunto pero sí un detalle típico de la Argentina: la radio dependía de la Secretaría de Comunicaciones y no había vacantes en la planta; me contrataron como ‘violinista de la Orquesta Juvenil’, en la que había lugar, afectado al informativo”, describió.
En un comedor pequeño y oscuro de su segunda casa halló entre el polvo y el olvido tomos de la Enciclopedia Espasa-Calpe. Invirtió ahí toda su curiosidad y voracidad lectora. Uno de los tomos tenía la letra T. Se interesó particularmente por Tutankamón. Sus padres -el vacío de un reparo paterno- ocupaban sus pensamientos. “Una vez, no puedo saber la edad, dibujé en una hoja de cuaderno sobre la mesa del comedor dos tumbas. Una ruta que terminaba en dos tumbas. Mis padres, escribí, y rompí el papel. Ahora me pregunto si eran ellos, o los que no conocí nunca”, confesó.
La primera biblioteca que visitó en su vida pertenecía a su tío Dionisio: la había heredado de un escritor colombiano que pasó su exilio en Buenos Aires, José Antonio Osorio Lizarazo. Mientras su rutina daba vueltas en círculo entre Avellaneda y Sarandí, visitaba el mundo durante esas horas de lectura. No era su única vía de escape. En el fondo de la casa de su abuela, piezas desvencijadas que una década atrás habían albergado a inquilinos pasajeros se convirtieron en un museo de desperdicios: repuestos automotores, chatarras, ruinas, dos limoneros, un gallinero, infinidades de papeles para leer. Libros, diarios y revistas a merced. Vendía cañerías, pedazos de plomo, metales, botellas, placas de bronce cerca del arroyo Sarandí para comprar más libros en diagonal a la esquina de la fábrica de Duperial.-¿El señor Conrado Nalé Roxlo?
-Sí…-Sí, sí… cómo no. Puede poner que escribí el Martín Fierro… No, no, eso no lo pongas…
Colmena fue la primera revista en la que vio su nombre impreso. Era una tirada estudiantil y mensual. Tenía doce o trece años. Precisó que entrevistó a René Favaloro y al embajador de Ecuador en el Instituto Antártico, que cubrió un rodaje de la película Rolando Rivas, taxista, y que indagó en la experiencia de un miembro de Alcohólicos Anónimos. “Aprendí rápido que nadie es dueño de lo que se publica: de algún modo, mis notas de Colmena llegaron a un periódico local: La Ciudad, de Avellaneda. Y empezaron a publicarlas”, contó. Por entonces, incorporó un talento inútil: leía los textos al revés casi de corrido. Solo le sacó provecho de esa singular destreza quien escribió un perfil en la Universidad del Salvador. Jorge Lanata no fue al título sino “el hombre que leía al revés”.-Lanata, hay un problema -me detuvo en un pasillo del tercero el gerente artístico de la radio.
-Usted pautó para el programa de esta semana un tema de Mercedes Sosa.
-Dice la palabra “pobre”.
-Dice la palabra “pobre”. Hay que levantarlo.
Definió que “la mejor manera de armar un diario es no haberlo hecho antes; no sólo todo es nuevo sino que puede volver a ser definido: ingenuo y original a veces van de la mano”. Tenía veintiséis años, “esa edad en la que uno cree que sabe y se anima a patear las puertas”. Había nacido como un diario de contrainformación que rompía con los cánones periodísticos establecidos: apeló a un lenguaje menos formal, más creativo. “La idea era revalorizar un periodismo más ‘literario’, más cuidado, en la convicción de que una nota debe estar bien escrita para que se entienda”, expresó.
“El reportaje -sostuvo- es un juego de seducción en el que debo propiciar que el entrevistado se equivoque: que cuente lo que no pensaba decir. Escribir de antemano las preguntas es, también, un modo de no escuchar las respuestas. Las palabras tienen música, componen una melodía. Los géneros literarios existen en las tiendas literarias”.
Decía que la mejor definición para la cabeza de una nota la escuchó por ahí: “Es lo primero que le contarías a un amigo al llegar de viaje”. Decía que para saber si una nota es buena “debemos preguntarnos qué recordamos de ella”. Decía con énfasis que no hay malas notas sino malos periodistas: “Shakespeare duerme en todos, debemos tener la sensibilidad de descubrirlo. El portero del edificio de casa oculta a Shakespeare: amó, huyó, soñó, desesperó. Se conoce desde el cerebro, se cuenta desde el estómago o el corazón”.
Aunque fundó dos diarios, aborrecía la burocracia institucional: odiaba las relaciones públicas y le daban fobia las reuniones de más de cuatro personas. Creía, paradójicamente, que los diarios no eran necesarios. Jorge Luis Borges, citó Lanata, decía que el periodismo estaba destinado a la desaparición: “Bastaría, en lugar de diarios, con un periódico bimensual, ya que todos los días no se producen hechos sensacionales. En la época grecolatina se leían libros y no se perdía el tiempo en tonterías”. En su libro casi autobiográfico, rescata un diálogo entre Borges y Ernesto Sábato, que también estaban de acuerdo con él -o él estaba de acuerdo con ellos-.
Sabato: -Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: “El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América”. Título a ocho columnas.
Sabato: -¿Cómo puede haber hechos trascendentes cada día?
Engendró la idea durante años. Registró la marca “cada tanto” por si alguna vez conseguía darle forma y funcionalidad a esa visión de publicar un diario no diario. “El consumo diario de información es parte de una ficción del mercado que necesita la venta diaria de publicidad. ‘Cinco muertos en una ruta de Mendoza’ no le cambiará la vida a nadie sino a los cinco desdichados que ya no podrán leerlo”, reflexionó. Lo pensaba como un gesto de autenticidad con el lector: “Un diario ‘cada tanto’ sería uno que blanquee su pacto de lectura con el público: voy a contarte algo cuando sea verdaderamente importante hacerlo. Así, ese diario podría salir una vez al año o treinta, o una vez cada quinquenio”. Nunca lo hizo. Comprendió con pena que era un producto insostenible en términos financieros.
Guardaba respuestas para aquellos que lo acusaban de haber alterado sus inclinaciones políticas, su ideología, su cosmovisión. Apelaba a un relato de Bertolt Brecht, Historia del señor Keuner. El protagonista se cruza con un amigo que no ve hace treinta años y le dice “estás igual”. El hombre, deprimido, le rezonga: “¿Igual que hace treinta años? Una desgracia”. “Debo confesar que he cambiado -advirtió-. Sería horrible tener el rostro pálido del amigo del señor. La coherencia es, para parte de los argentinos, un valor estático a mantener. Que alguien no cambie, no aprenda, no se equivoque, no reformule, durante décadas, es una virtud”. Y recurría a una frase de Borges, otra vez. “El decurso del tiempo cambia los libros”, decía el escritor. “Imagínense, entonces, lo que hará el tiempo con las personas”, dijo el periodista.
Hubo una pregunta que no quiso hacer nunca. Liliana, su prima, le contó que había escuchado de voz de su papá Emilio algo referido a una adopción. Hizo periodismo y fue a las fuentes: la única viva, su tía. Carmen Billy Lanata -le pusieron Billy por Billy the Kid y le decían la Negra- le develó la verdad: “Mamá había tenido un parto fallido de mellizos y, por amigos de Mar del Plata, tomaron contacto con una partera: mi madre era una chica rica del interior de la provincia, madre soltera. La Negra no recordaba el apellido, cree que mi fecha de nacimiento era la verdadera, mamá venía fingiendo un embarazo y pasó una temporada en Mar del Plata hasta que volvió conmigo. Me hizo jurar que nunca iba a contarlo. Y después me dijo que todos lo sabían”.
“Soy adoptado, acabo de enterarme, desde entonces en mi cabeza no hay verdad para otra cosa. Evitar este dato echaría sombra sobre todos los demás. Esto soy ahora, nacido nuevo de preguntas”, escribió en las primeras líneas del libro que publicó a sus 56 años. Ocho años después, Jorge Lanata murió sin haber preguntado jamás quiénes fueron sus padres biológicos.
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