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20 de junio de 2025

“Ese tipo soy yo”: la historia del militante colgado del palco que todos creían muerto y el recuerdo de la masacre de Ezeiza

El 20 de junio de 1973 millones de argentinos marcharon hacia Ezeiza para recibir al líder justicialista, pero que debía ser una fiesta, terminó en masacre cuando grupos parapoliciales y bandas armadas que respondían a José López Rega dispararon contra la multitud, con un saldo de decenas de muerto y centenares de heridos. El desvío del avión, el llamado de Cámpora y el lapidario discurso de Perón al día siguiente

>Hay una foto que pasó a la historia como símbolo de la Masacre de Ezeiza: muestra a un hombre flaco al que lo levantaban, tirándole de los pelos, desde la parte superior del palco. Se nota que el hombre, joven, intenta resistir, trata de agarrarse de algo mientras desde abajo otros hombres, presumiblemente sus compañeros, lo tironean de los pantalones para bajarlo, para salvarlo de las garras de quiénes quieren izarlo. Para matarlo ahí, arriba del palco. Esa imagen fue reproducida por diarios, revistas, noticieros y documentales, traspasó las fronteras de la Argentina y fue vista en todo el mundo. La foto de ese miércoles 20 de junio de 1973 debió ser otra: la de Juan Domingo Perón saludando desde ese palco en su retorno definitivo a la Argentina, pero no pudo ser. La noticia fue la masacre, anticipatoria de los tiempos que se avecinaban en el país.

-¿Con la columna de la Juventud Peronista? – le preguntó Arrosagaray.

-De la Jotaperra…

La Jotaperra era la Juventud Peronista de la República Argentina, ligada a la ultraderecha peronista. El hombre –contra lo que siempre se había creído– era un militante sindical y no de Montoneros. Y, claro, estaba vivo y no muerto. Los del palco lo habían confundido. Lo contó así: “Me llevan hasta el borde, para meterme en el palco y la cosa se puso cruenta. Me hacen subir por una escalerita para el primer palco en donde había estado la orquesta, y cuando ingreso no te la quiero contar: la cantidad de trompadas que me dieron los que me esperaban porque veían que me traían detenido… Yo, para ellos, era montonero. Recibí para que tenga, para que reparta y para que guarde. Desde arriba, desde el palco principal, pedían a los gritos que me subieran, luego supe que era el lugar en donde ponían prisioneros a los que agarraban” relató.

Y siguió contando: “Cuando me acercan a ese borde no tienen mejor manera de levantarme que de los pelos. Porque en ese momento tenía pelo, Y me levantan de los pelos nomás; pero algunos de los que estaban abajo no querían que me subieran, me querían matar ahí, por eso me tiraban de los pies para abajo. Si mirás en la filmación, yo muevo las manos, desesperado, porque quiero agarrarme de la baranda del puente o de algo, y cuando me agarro, pego el tirón y me suelto de los que me estaban agarrando de los pantalones y caí casi parado allá arriba”.

Esa fue la foto emblemática de Ezeiza, la de la masacre que empañó de manera brutal la alegría de millones de argentinos por la vuelta de Juan Domingo de Perón. Al final del 20 de junio de 1973, ya se había escrito con sangre que ese día quedaría en la historia como uno de los días más trágicos de la vida política argentina. Porque al terminar esa jornada que debía ser de celebración se contabilizaban decenas de muertos y cientos de heridos –nunca se pudo establecer fehacientemente el número de víctimas– bajo las balas disparadas por grupos de la ultraderecha política y sindical del peronismo que, sostenidos logísticamente y amparados por diversas reparticiones del propio Estado, atacaron a la multitud.

La Masacre de Ezeiza fue, en ese sentido, un primer ensayo del terrorismo de Estado que, menos de un año después, sectores del peronismo en el gobierno –utilizando los recursos del Estado y en coordinación con las fuerzas de seguridad– desatarían a través de grupos parapoliciales como la Triple A y la Concentración Nacional Universitaria (CNU), entre otros. En los días subsiguientes –sobre todo después del discurso del 21 de junio pronunciado por Perón a través de la cadena nacional– también quedaría clara otra cosa: que el equilibrio político que Juan Domingo Perón había hecho desde el exilio aglutinando dentro de la resistencia a sectores con proyectos políticos e ideológicos totalmente divergentes estaba definitivamente roto.

Para organizar la fiesta del regreso se conformó una comisión cuya composición marcaba un desequilibrio evidente en la importancia de cada sector en pugna dentro del movimiento peronista. La convivencia festiva en el avión de Alitalia que había traído momentáneamente de regreso al general en el exilio en noviembre del año anterior era ahora una lucha tensa por acumular posiciones de poder, que se reflejaba en la composición de la comisión organizadora del retorno.

Juan Manuel Abal Medina, Norma Kennedy, el coronel (RE) Jorge Osinde, José Rucci y Lorenzo Miguel, sus integrantes, decidieron que el palco para recibir a Perón se emplazaría en el cruce de la Autopista Ricchieri y la ruta 205 para permitir el acceso y participación de los millones de argentinos que acudirían a ver a su líder en el regreso definitivo. Y así fue, millones de personas marcharon a Ezeiza, amas de casa, obreros, estudiantes, ancianos, niños, inválidos, militantes, curiosos, todos buscando un lugar para ver y escuchar a Perón. Las banderas y pancartas eran como jeroglíficos gigantes: JP, JRP, FAR, Montoneros, ERP 22 de agosto, ATE, Atsa, banderas sindicales, de agrupaciones, de la FUA, la Fulp, el Faep, el Furn y cientos más de siglas pintando un fresco de letras que ondeaban en el aire de un día frío y apacible.

La organización parecía perfecta, mientras en las sombras se preparaba la tragedia. El palco montado para poner proveer información por altoparlantes estaba cerca del Puente 12, Ciudad Evita, muy cerca del aeropuerto donde debían llegar Perón, su esposa, el presidente Cámpora, el secretario privado López Rega y los sindicalistas José Rucci y Lorenzo Miguel, titulares de la CGT y las 62 Organizaciones Peronistas respectivamente. La locución estaba a cargo nada menos que de Leonardo Favio.

El jefe de esa variopinta banda de facinerosos era Alberto Brito Lima, proveniente de la resistencia y de las primeras agrupaciones de la Juventud Peronista y decidido a barrer del mapa a la militancia de la izquierda peronista. El operativo estaba centralizado por el propio Osinde y por Norma Kennedy, instalados en el Hotel Internacional de Ezeiza, protegidos por una desmedida custodia que exhibía una verdadera colección de armas largas.

Más de medio siglo después, sigue sin precisarse cuánta gente se juntó ese miércoles en los alrededores de Ezeiza. Los diarios del día siguiente hablarían de tres millones. Años después la cifra fue revisada a la baja, pero hasta los cálculos más conservadores siguieron hablando de un millón: fue, sin duda, la mayor reunión de la historia argentina.

Mientras tanto, el avión que traía a Perón estaba en vuelo y el clima aún estaba calmo. Desde el escenario, Leonardo Favio decía: “¡Compañeros, vamos a ensayar el recibimiento que le vamos a dar al general Perón cuando llegue a este palco!”. El cantante y director de cine, peronista de pura cepa, había sido nombrado “encargado de Ornamentación” del acto y, a su lado, estaba el locutor Edgardo Suárez.

Los gritos de la multitud hacían que muchos no se dieran cuenta de que habían empezado los primeros ataques a las columnas de la izquierda peronista. Favio advirtió algunas maniobras extrañas y escuchó los primeros tiros sin tener idea del origen ni del plan de quienes estaban a su lado, conectados mediante walkie talkie con Osinde y Norma Kennedy. “¡Compañeros, acá ya hay más de dos millones y medio de personas! ¡Esto es inenarrable, compañeros! ¡Por favor, compañeros, quédense todos en sus lugares! ¡Cada peronista debe permanecer en su lugar! ¡Por favor, somos cuatro millones de peronistas contra cinco dementes!”, gritó, desesperado, por el micrófono.

Fue en vano, porque lejos de detenerse los disparos arreciaron. Miles y miles de personas se tiraron al suelo; el griterío era estremecedor. En los alrededores del palco, la confusión de la multitud era total. Millones de personas seguían gritando, cuerpo a tierra, puteando, tratando de entender o simplemente de evitar los balazos que llovían sobre ellas. El tiroteo fue decreciendo de a poco, dejando lugar al estupor, a la bronca, al espanto. Había cientos de heridos: los sindicalistas y militantes del ministerio de Bienestar Social que controlaban las ambulancias elegían a quién atender y a quién no. En algunos casos, en lugar de socorrer a las víctimas, cargaban a militantes de la izquierda peronista para torturarlos.

Enterado de la masacre que se estaba consumando, el vicepresidente en ejercicio de la presidencia, Vicente Solano Lima, ordenó desviar el avión. Para seguridad del General, no aterrizaría en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza sino en la base militar de Morón. El avión de Perón aterrizó a las 16:49 en la base militar de Morón, donde lo esperaban los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas.

Al día siguiente fue el propio Perón quien utilizó la cadena nacional, flanqueado por Cámpora. En un discurso conceptual, de tonos épicos, agradeció al pueblo su fidelidad a la causa peronista y se explayó sobre los lineamientos estratégicos para la reconstrucción del país, devastado por las minorías. En la única frase que podría interpretarse como alusiva a la masacre ocurrida el día anterior, dijo: “No es gritando como se hace patria. Los peronistas tenemos que retornar a la conducción de nuestro movimiento, ponerlo en marcha y neutralizar a los que pretenden deformarlo de abajo o desde arriba”.

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